Las
orejas largas en vaivén, el hocico brillante, los ojos juguetones, ansiosos. Lalou
cavaba frenéticamente alternando las dos patas delanteras, creando una montaña
de tierra reseca y una nube de polvo a su alrededor. Paraba de vez en cuando y,
sin dejar de jadear, observaba como el hoyo iba creciendo. Como sus
expectativas de encontrar allí a su amo.
Sin embargo, en cuanto comenzó a entrever la madera, su actitud cambió. Aulló,
giró en círculos y se acurrucó sobre el féretro. Las gárgolas de la torre solo vieron
un pequeño bulto color canela en la álgida oscuridad del cementerio. Desde lo
alto todo parece perder su relevancia. Quizás por eso el viejo Julien Baptiste aún
merodeaba entre las tumbas.
Un
olor conocido, a tabaco y libro rancio, envolvió al perro en su ensoñación. No le
faltaron las caricias, las palmadas en el lomo ni un cálido regazo donde
olvidarse del frío que se le iría metiendo en el cuerpo durante la noche.
Y
como no todos los sueños buenos se disipan
al llegar la mañana, Lalou nunca despertó.
Triste, nostálgico... en esa linea. Celebro tus letras.
ResponderEliminarSalud.
Gracias, Miguel Ángel, por el comentario y por pasarte siempre por aquí a leer.
EliminarUn abrazo.